martes, 22 de mayo de 2012

Hacia la coexistencia pacífica de las lenguas españolas.


España, año 2012, la crisis económica campa a sus anchas y todos los organismos públicos se afañan en  reducir partidas y ajustar presupuestos eliminando gastos superfluos. ¿Todos?, no, hay una institución que se resiste a apretarse el cinturón, la cámara alta española – el Senado – mantiene el gasto en traductores para este año, un gasto que en 2011 ascendió a 350.000 euros. De esta manera los senadores podrán realizar sus intervenciones en euskera, catalán, gallego y valenciano mientras 25 licenciados en traducción e interpretación realizan una traducción simultánea al castellano.

El Senado es la cámara de representación territorial, por ello puede parecer no carente de lógica que un senador elegido por un territorio concreto utilice la lengua cooficial de su Comunidad Autónoma. Sin embargo argumentos no ya económicos, sino jurídicos y lógicos no se compadecen excesivamente con la utilización actual de las lenguas por parte de los senadores.

Según el artículo tercero de la Constitución Española, norma suprema de nuestro ordenamiento, todos los españoles tienen el deber de conocer la lengua castellana. Es decir, todos los senadores han de conocer el castellano, y de hecho todos lo conocen. Luego si en una asamblea compuesta en la actualidad por 264 personas, si todas ellas son perfectas conocedoras de la misma lengua, no parece lógico que se utilicen las que son desconocidas para la mayor parte de ellos. Y si no resulta lógico mucho menos resulta económico, ya que para que los senadores puedan utilizar una lengua desconocida para parte de la cámara en vez de una conocida por toda ella, a los españoles nos cuesta un buen puñado de euros anuales que bien podrían ser invertidos en cuestiones mucho más necesarias.

Pero asimismo existe un argumento jurídico, ya he citado el artículo tercero de la Constitución, pero no lo he hecho en su totalidad, los españoles no sólo tienen el deber de conocer el castellano, sino que además tienen el derecho a usarlo, y ese derecho tiene una doble vertiente, el uso del lenguaje no solo es activo, sino que también es pasivo, dicho de otra manera, ese derecho incluye tanto hablar el castellano como escucharlo, no ya hablar en castellano … sino que te hablen en dicho idioma.

Resulta kafkiano, por no decir ridículo, ver una sesión parlamentaria en la que el orador está hablando en gallego y la mayoría de asistentes han de utilizar un auricular por el que les es traducida la intervención, siendo como es que todos ellos son capaces de hablar la misma lengua.

El único motivo o explicación que se puede encontrar es político, la utilización de una lengua como vía de reafirmación de una opción política o de un territorio concreto, y aquí es donde entiendo que se produce una perversión de lo que son las lenguas.

Todas y cada una de las doce acepciones que la Real Academia Española de la Lengua otorga a la palabra “lengua” carecen absolutamente de matiz político alguno. La segunda de dichas acepciones nos indica que estamos ante un sistema de comunicación. Las lenguas nacen para que las personas puedan comunicarse entre ellas, intercambiar información, opiniones, sentimientos, su uso como refuerzo de una identidad supone una perversión. Si un grupo de personas capaces de expresarse en diversas lenguas se reúne, en todo caso se expresaran en aquella que todos ellos puedan entender, salvo que haya un político entre ellas y la reunión no sea publica, claro. 

Porque de una cosa estoy segura, ese parlamentario que desde la tribuna utiliza orgulloso y reivindicativo su lengua gallega ante su compañero andaluz, cuando delante de un vaso de albariño - en privado - se encuentre en el bar de la cámara con ese mismo parlamentario, le hablara en castellano, porque entonces lo que le interesará será comunicarse, no reivindicarse. Le dará al lenguaje el uso para el que fue concebido, las relaciones humanas, no las políticas.

Todas las lenguas españolas, y así lo reconoce también el artículo tercero de la constitución, son un patrimonio cultural que ha de ser objeto de especial respeto y protección, y no hay mayor respeto y protección a una lengua que su correcto uso, su utilización para comunicarse y expresarse, porque las lenguas han de hablarse, no ejercerse.